que en alas vas de los vientos"...
(Versos con los que inicia Enrique Gil y Carrasco su poema Niebla)
Decía Antonio Machado que Londres y Ponferrada eran dos buenos lugares para marcharse. Desde los campos de Castilla que cantara el poeta, sin embargo, emigraron mis abuelos con ocho de sus nueve hijos. El noveno, nació en la casa de Flores del Sil. Un barrio a las afueras. Un barrio obrero.
Hoy en día, Ponferrada ha superado ese complejo de fea, desaparecida la montaña de carbón y aquel polvillo negro que ensuciaba calles y fachadas. Y aunque el Sil no es el Támesis, hay algo que siempre hermanará Londres con Ponferrada: la niebla. Quizás esa fuera una de las razones por las que al poeta andaluz, le disgustaban las dos ciudades.
Esa visión borrosa y alucinada de la realidad producía angustia hasta al más templado carácter. Llegando el octavo día, las nieblas pesan físicamente como una losa opresora y gélida.
Recuerdo que haciendo uso del uso de la razón (derecho que en mi infancia se atribuía automáticamente después de la Primera Comunión y que entre otras responsabilidades incluía "viajar" a casa de mis abuelos cogiendo el autobús) bajé a Flores del Sil para recoger algunas labores de costura que mi abuela arreglaba a mano y mi madre remataba con la máquina de coser.
Además de la helada, que en ausencia del sol espejaba el suelo con un barniz ennegrecido y resbaladizo, la niebla estaba en su nivel más bajo. Era un sábado y ya llevábamos viviendo muchos días como si fuera noche cerrada.
Junto a la presa de la Martina, la atmósfera era todavía más irreal. Apenas cien metros separaban la parada del autobús de la casa de mis abuelos. Caminaba a ciegas, evitando como podía los socavones, pegada a las fachadas de las primeras casas. No había aceras ni alumbrado público . La única forma de caminar en línea recta, sin apenas visibilidad, era orientarse con los tímidos destellos de una bombilla que colgaba de algunas fachadas y que en condiciones normales, a duras penas, daba la luz justa para adivinar la cerradura del portal.
Ciega y aturdida avancé escorándome peligrosamente hacia el terraplén de la presa.
Pero en aquellos momentos de pesadilla, había algo que me aterraba más que caer rodando al canal: las ratas.
Era frecuente verlas a plena luz del día emerger de la miasma y colarse a través de los agujeros de una portezuela metálica anclada al suelo por la que se echaba el carbón a los sótanos de las casas.
Mis peores presagios se cumplieron. Allí estaba… ¡la madre de todas las ratas!... asquerosamente peluda y del tamaño de un conejo. Hocicaba entre restos de basura. Frené en seco, paralizada del susto. Aquel bulto enorme, amorfo y repugnante emitió un chillido de advertencia; y lejos de huir, se me fue aproximando con un merodeo tan lento que me pareció una eternidad, hasta pararse a un palmo de mis pies.
Como nunca en mi vida, escuchar las detonaciones del tubo de escape de la Vespino de mi abuelo me sonó a música celestial y atisbar la luz temblona y zigzagueante del faro de la moto fue como esa percepción de seguridad que relatan los que dicen haber vuelto del más allá… la luz al final del túnel. Ni rastro de la rata.
Alarmado por mi tardanza, mi abuelo había salido a buscarme. Presa del pánico y de la angustia contenida, rompí a llorar nada más verle. Entonces, me subió en la moto y me tapó con una especie de pantalla de hule que usaba para resguardarse del frío.
Entre pucheros le conté a mi abuela la odisea. Ella trató de restarle dramatismo a mi relato y exclamó:” ¡Maldita sea la dichosa niebla!”.
Fue entonces cuando mi abuelo consultó el reloj. "Llegamos por los pelos"-murmuró. Dirigiéndose a mi abuela le reclamó la bolsa que me tenía preparada y la tranquilizó. Él mismo me llevaba de regreso a casa. Cuando abuela salió de la cocina, abuelo se puso la gorra y mientras me retiraba el flequillo de los ojos me cuchicheó en tono confidente, bajando un poco la voz para que mi abuela no le oyera: “ …Pero primero te voy a llevar a ver el mar, para que se te pase el disgusto”. ¿El mar?
Tomamos el autobús y en lugar de bajarnos en la parada más cercana a mi casa, en la zona alta de la ciudad, agotamos el trayecto hasta las proximidades de Montearenas, la última parada que moría en el cementerio nuevo.
Sin soltarme de su mano, ascendimos sin prisas. Yo estaba impaciente y le preguntaba algo incrédula por el mar cada vez que se paraba para recuperar el resuello.
Cuando alcanzábamos el alto, noté que el mundo se aclaraba poco a poco…luego una explosión de luz me cegó. La luz que nos decía que siempre había estado ahí. El calor. Incluso el olor del sol. Todo por debajo de nosotros ¡era un mar! .Un mar de nubes intactas, limpias… Y a lo lejos un barco fantástico asomaba sus mástiles surcando el horizonte.
Emprendimos un descenso perezoso y callado. La entrada en el pozo fue igual de repentina…como un golpe en el pecho. Era la misma niebla pegajosa que habíamos dejado poco antes; pero nosotros éramos distintos.
No me pregunten por qué estoy hablando en plural de nuestros sentimientos… me pareció que…