domingo, 23 de octubre de 2011

Aquella mañana de domingo, la luz era suave y huidiza… impoluta.

Me había puesto, para ir a misa de once, la ropa de los domingos. Un vestido de terciopelo azul marino. La rebeca blanca de angorina que había tejido mi madre, al igual que la muda y los calcetines calados de perlé. Luego me abotoné la flor de las merceditas que había estrenado el Domingo de Ramos y noté que ya empezaban a calzarme un poco justas. Solo me faltaba repeinar el flequillo con colonia Heno de Pravia para parecer un pimpollo.

Pimpollo: Apelativo que siempre usaba una tía mía cuando nos veía de domingo a mis hermanas y a mí. ¡Ay, mis pimpollos, a cuál más guapina! Y como ella no tuvo pimpollos propios, se ahuecaba como una gallina hablando de sus sobrinas con las compañeras de la fábrica o con las amistades con las que iba a la “misa vermú de la una”, toda peripuesta ella. Allí donde nos viera, nuestra tía, nos propinaba unos ósculos requetesonoros con carmín de color rosa chicle que se nos quedaban tatuados en el moflete.

Aquel día, mamá tenía previsto acercarse a la chabola de la gaitera para ofrecerle algunas prendas de abrigo que se nos habían quedado pequeñas y juguetes, que estaban nuevos, para sus nietos. También le compraba huevos de vez en cuando, aunque no los necesitara, como si de pronto tuviera gente en casa y se le hubiera ocurrido hacer un flan al baño maría con su delicioso caramelo en el fondo y le faltara una docena de huevos de confianza.
Antes, la gente ejercía la solidaridad como mejor la entendía. Y a lo mejor no la entendían del todo mal…


El caso es que aquél domingo no llevaba buen camino…

Fue todo muy rápido. Mamá salía en dirección a la casa de la gaitera. Hermana pequeña tomó la curva del pasillo dando pedales, a piñón fijo y desbocada. Como una loca, vamos. El trompazo fue morrocotudo. A mamá no le dio tiempo de llegar al portal.

Inspección ocular mía propia: El triciclo siniestrado no alcanzaba la categoría de amasijo de hierros aunque hubiera salido volando y se estampara de lleno contra la puerta de la galería. Perjudicado estaba, pero no se podía decir que, objetivamente, ofreciera un espectáculo dantesco a pesar de haberse averiado, a perpetuidad, el timbre del manillar. Lo que verdaderamente ponía los pelos de punta eran los gritos de dolor de mi hermana. A consecuencia del mamporro, se había fracturado la clavícula.

Cuando volvió del médico me entró flojera en las piernas al verla. Estaba tiesa como una espátula, con un vendaje en forma de ocho que parecía que abultaba el doble la pobrecilla y un chichón alucinante a la altura de la ceja.
El percance de mi hermana trastocó los quehaceres de una mañana de domingo. Ni misa de once ni paseo por el Plantío. La llantina y el susto la habían dejado medio amodorrada, pero no era bueno que ella se durmiera (por el coscorrón de la frente) y mi madre me envió a mí a casa de la gaitera mientras preparaba una paella, como todos los domingos, al tiempo que distraía a la accidentada contándole historias o la entretenía con un osito mecánico al que había que darle cuerda con una llave de hojalata.

Era la primera vez que me adentraba en aquel paraje aunque merodeábamos con frecuencia cerca del desvío para jugar en el pedregal de la higuera. Dejé a un lado un muro de piedra en el que las lagartijas tomaban el sol. Mentalmente iba repitiendo la fórmula que se empleaba, en mis tiempos, para los recados. (Buenos días/tardes… Que dice mi madre que… )

Avanzaba bajo aquella luz suave y huidiza… impoluta con un envoltorio de ropa y la bolsa de juguetes, repitiendo el encargo: Que dice mi madre que si no le importa, le junte una docena de huevos para el sábado que ya viene ella a recogerlos…
Impoluta y desprevenida también yo, con mis galas de domingo…tratando de no ortigarme las piernas y esquivando cardos borriqueros muy altos. Parecía que todo lo que crecía por allí pinchaba, así que caminaba como si pisara huevos hasta que encontré un sendero a medio desbrozar. El sendero más largo… pues rodeaba la chabola por la parte de atrás.
Empezó todo a llenarse de ruidos. El llanto de un niño. La carrera de un tropel de piececillos descalzos. El golpeteo metálico del asa de un caldero baldeando agua. El tajo de un hacha haciendo astillas. El canto de un gallo…







Y de olores. Olor a tierra mojada y excrementos de gallina, a guisote recalentado y queroseno…
Desemboqué en un vertedero detrás de las zarzas. No es que la fachada principal tuviera mejor aspecto, pero me hubiera ahorrado el desnivel del suelo y las ortigas , el asedio de los cardos y aquella pestilencia que daba vértigo.
Por un ventanuco apareció el rostro de la niña con los ojos más tristes que he visto en mi vida.
-Hola ¿Es esta la casa de la Sra….( y en ese preciso momento, me trabuqué porque no recordaba su nombre), esto… de la Sra… ¡¡gaitera!!?
- La Luciana es mi abuela, pero no está.


Me sentía incómoda con la ropa de los domingos, sudorosa y con ganas de volver a casa. Todo era muy feo y muy sucio en aquel lugar. Bueno, la niña de los ojos tristes no era fea. Esperé a que abriera la puerta. Apareció en el umbral sujetando a una criatura de meses con el brazo y apoyándola en la cadera. Cogido de la otra mano un nene, desnudo de cintura para abajo, arrastraba un orinal de porcelana.
Avanzó unos pasos hacia mí y la siguieron una recua de críos. Miraban con curiosidad la bolsa de juguetes. Comenzaron a rodearme. La niña de los ojos tristes consiguió que se quedaran detrás de ella, como las gallinas hacen con los polluelos. Entonces se oyó un gruñido en el interior de la chabola. En la penumbra, distinguí un jergón al lado del ventanuco y un bulto que rebullía bajo una manta vieja. Algo se incorporó y apareció una cabeza enorme y extraña. La masa informe, se sentó con dificultad en el camastro, le dijo algo a la niña que no pude entender y lentamente se volvió a acostar. No podía dejar de mirar aquella silueta deforme aunque me daba miedo.
-Es mi tío. No te asustes. Nació así… pero no hace nada. Ya no sale de la cama- aclaró la niña.
Por si acaso, no me moví de donde estaba, le entregué los paquetes y en menos de lo que un gallo se arrancó con un potente kikirikí, la niña de los ojos tristes me dio las gracias y me indicó el atajo para salir al campo de fútbol.


Yo tenía la idea de que las gallinas eran unos animales un poco tontorrones y que se movían a golpe de espasmos.
Mi trato con ellas era distante. Quiero decir que mi trato se limitaba a observarlas de lejos… cuando mi abuela recogía los huevos de los ponederos o les echaba pitanza. Pero nunca me atreví a entrar dentro del gallinero. Como por aquel entonces no me consta que se hubiera inventado el hip-hop, diré que antes del incidente que me aconteció, me parecían bailarinas epiléptica e inofensivas que se desplazaban de forma caótica, sin rumbo… ¡Ay Dios, pero qué equivocada que estaba!…
Me bastó con experimentar en mis carnes la reacción de las gallinas que criaba la gaitera, al percatarse de mi presencia en su territorio, para cambiar de opinión.

No sé si fue porque su vista es especialmente sensible a los colores y al movimiento o porque el chorreón de colonia en mi flequillo aún desprendía una fragancia irresistible a fresco heno (de Pravia)… pero aquellas “pitas” buscavidas y fibrosas que se pasaban el día a campo abierto; más que un caótico cuerpo de baile, resultaron ser un escuadrón de combate. Cierto que el gallo dominante tenía poses de divo arrogante, embutido en aquella esclavina abolsada de plumas brillantes que le cubría los hombros; pero a la hora de mantener a raya su plumífero harén y corregir los desmanes competidores de un gallito negro más joven con pinta de cantamañanas macarrilla, se imponía con la marcialidad de un experimentado comandante en jefe.

Supongo que cometí el error de entretenerme mirando aquel espectáculo acrobático que protagonizaron los gallos, en plena trifulca, en lugar de seguir camino hacia mi casa. Cuando cesó el guirigay de la contienda, el cacareo volvió a ser tranquilo. El gallo vencedor se esponjaba las plumas en lo alto de un pedrusco. Campaban de nuevo las gallinas a sus anchas, de acá para allá, picoteando la tierra o tomando baños de sol.
Creo que fue mera casualidad ( o fatalidad a secas) que me fijara en un grupo de seis o siete gallinas que, en comandita, estaban dando cuenta de un hoja de repollo y un montoncillo de mondas de patata. Había una, creo que “pedresa”, que picoteaba más deprisa que las otras y parecía más vivaracha. De pronto levantó la cabeza, estiró el pescuezo todo lo que daba de sí y me miró. Las seis restantes del grupo, abandonaron el picoteo al unísono y en un alarde de sincronización periscópica, aquellos siete pescuezos se giraron hacia mí. Se estableció contacto visual… y eso, a veces, no es nada recomendable… sobre todo; si una se encuentra de frente con una escuadrilla de gallinas camperas, que son las más “cucas”- según me dijo después mi abuela- porque ponen los huevos en un sitio y cacarean en otro, para despistar. Debí pararme muy cerca de alguno de sus escondites. Es la única explicación que se me ocurre para que, en un visto y no visto, la emprendieran a picotazos conmigo.
¡ Para que luego digan que las gallinas no vuelan! … Pues puedo atestiguar y atestiguo que, aquel día, caían gallinas del cielo, en picado… y con toda su artillería. Creo que corrí algunos metros con una oronda ponedora que aterrizó en mi cabeza. Yo chillaba, daba manotazos en pleno ataque de histeria… ella no soltaba mi mata de pelo entre sus garras y batía la alas como una posesa. Volaban plumas por todas partes. El gallo macarra se encargó personalmente de arrancarme la flor de las “merceditas” como botín de guerra. No sé como logré zafarme, sólo recuerdo que llegué a casa hecha un cirineo…

(Continuará...)

domingo, 16 de octubre de 2011

No era muy sociable. Se llamaba Luciana.

Tenía el rostro marcado por mil puñetazos de la vida y algún otro que no pudo esquivar de su marido. La tez renegrida, los ojos pequeños, oscuros y de mirar torvo. Le faltaban dientes y hablaba a voces en una mezcla atropellada de castellano- gallego con muchos sonidos aspirados y silbantes. Su aspecto no resultaba agradable. Tampoco la vejez suavizó su rudeza y el desapego que sentía hacia su progenie. Razones tenía. Cada vez que se supo preñada, se retorcía de asco, de rabia e impotencia…

En aquella chabola había parido diez hijos vivos y se le malograron otros tantos. Sobrevivieron un varón con retraso mental y tres hijas. Luciana temía que el muchacho, que no sabía lo que hacía, abusara de las niñas. Desde bien pequeñas las empujó a buscarse la vida, regalándolas casi para fregar escaleras o cualquier tarea por la que les proporcionaran comida y cama.




Desgraciadamente, la miseria sólo atrae miseria y apenas con trece o catorce años, las hijas de los gaiteros se dejaban caer por la chabola con alguna criatura que empezaba a caminar. Y con la excusa del inminente alumbramiento de otra que venía en camino, dejaban al chiquitín hasta que se arreglasen las cosas con el padre del inocente que iba a nacer.
Y así las cosas, la descendencia del gaitero crecía hacinada en la chabola sin que sus hijas terminaran de arreglarse con el miserable de turno que las había sacado en estado… O medio se arreglaban… y fruto del arreglo, volvian a quedarse embarazadas.

A la prole que se iban olvidando en la chabola sus hijas, Luciana no le tenía el más mínimo cariño. Con cada nieto que le caía del cielo, se le revolvía en los adentros la sombra truculenta de lo vivido. Montaba en cólera, insultaba y maldecía a las hijas por juntarse con hombres que las preñaban; y luego, les importaba un farrapo de gaita desaparecer y dejarlas en la indigencia. ¿Acaso no había tenido bastante el mundo con un gaitero?


Ese potencial reproductivo de las gaiteras, era algo que indignaba especialmente a la Sra. Maximina.
Vivía en el bajo de mi portal y alguna vez que otra, les pasaba bocadillos por la ventana a los nietos de la gaitera. Los pobres críos no tenían culpa- decía. Pero cuando una tarde se arremolinaron docena y media de mocosos delante de su ventana la oí exclamar:
¡Virgensantííísimadetodoslosaparatos!. Esto ya es un no parar ¡Coime, que una no tiene ninguna obligación y al que se vuelve de miel, lo comen las moscas!... ¡Ale, largo de aquí y no volváis!... Se acabó lo que se daba.
Cerró la ventana de golpe. Supongo que le pudo más la compasión que le inspiraban los críos porque al punto se asomó de nuevo y le alargó una caja de galletas María a la más grandecita, una niña de ocho o nueve años …pero muy escuchimizada. La niña con los ojos más tristes que he visto en mi vida.

Cuando la Sra. Maximina los vio alejarse, levantó el puño amenazadoramente; y como si tuviera a las gaiteras en lontananza, voceó lo más alto que pudo ¡Desgraciadas, más que desgraciadas! Poca vergüenza tenéis de traer hijos así al mundo…Y que Dios me perdone, pero a infelices como vosotras, si de mí dependiera, ya se encargaba alguien de precintaros la coneja…

Tardé algo más en desentrañar el significado que la Sra. Maximina le daba a precintar la coneja. De hecho, no había vuelto a acordarme de semejante expresión hasta que, pasados los años, leí un artículo sobre la esterilización forzosa de mujeres en la India.

(Continuará)….

sábado, 8 de octubre de 2011


"Se agolpan, se solapan y se curvan, entonces, los sentidos del espacio. Se pliegan, los espacios y con ellos sus sentidos, y de repente son a la vez objeto, sonido, memoria, sentimiento y argumento, y uno quiere llegar y comprenderlos y lo único que puede hacer es hablar acerca de ellos, trazar signos sobre una página en blanco y seguir curvándose en sí mismo(s)"




Óleo de Sánchez Besada



La casa del gaitero estaba en un terreno bravío rodeada de tojos y zarzales, a un buen trecho de la grada sur del campo de fútbol.

No creo que nadie en el barrio de las Centurias supiera el nombre de pila del gaitero. Tampoco se le conocía oficio. Desaparecía por temporadas.
Unos decían que se dedicaba a la chatarra y otros aventuraban que algunas perras sacaría tocando la gaita en bodas y fiestas de los pueblos. En lo que coincidían unos y otros es que, cualquiera que fuera la procedencia de esas perras, las empleaba en vino.
También se sabía que antes de que se construyeran los tres bloques de viviendas sindicales, ya vivía allí. Quizás por eso se me antojaba imaginar que el gaitero, al que no llegué a conocer más que de vista, sería como un personaje de las películas del lejano oeste que proyectaban en el teatro Bérgidum los domingos por la tarde… Alguien parecido a un buhonero o un legendario colono que se habría establecido en aquel territorio, por aquél entonces, despoblado y construido poco a poco su peculiar “home sweet home”…
Lo malo es que sobre el terreno, un día, descubrí que la estampa de la realidad era más bien agria. No podía sospechar, siendo tan niña, que en la agrimensura de mi territorio congénito, tapizado de verde ingenuo y punteado vivazmente por el rojo de las amapolas y los amarillos silvestres, se escondía un erial de miseria.

Aún recuerdo el hallazgo con nitidez… Una desvencijada chabola edificada con recortes de madera, parches de chapa furruñosa y tejado de uralita. A los lados del cuchitril, que hacía las veces de vivienda, había un tendejón en el que apilaban bártulos y un gallinero cercado con tela metálica. Sobre una empalizada de zarzas estaban tendidas, a solear, algunas prendas de ropa hechas un calandrajo y una manta cuartelera llena de lamparones.

Tengo una imagen vaga del gaitero. Quizás, la única imagen propia: Una silueta velada por el polvo del camino. Un hombre flaco con chaleco oscuro que arrastraba un remolque cargado de cachivaches. Por un costado del carrito, sobresalía el roncón de la gaita del que colgaban los farrapos de un color rojo muy sobado. Los flecos daban bandazos en el aire como esos trapos colorados que llevaban antes los camiones para señalizar el gálibo.
El resto son recuerdos ajenos y una tremolina de repinicos y floreos de gaita que llegaban hasta mi ventana en las noches calurosas. Ecos que empezaban llenos de una magia que inundaba el lienzo sonoro de la noche... Pero acababan transformándose, de pronto, en una polifonía inquietante cuando competían entre sí el ronco desafinado y los tremendos chillidos de una mujer, la gaitera.

Un verano, eché en falta el tañido de la gaita. Alguien dijo que el gaitero se había ido al otro barrio. El otro barrio debía de estar lejísimos – pensé - porque nunca más volvieron a oírse en este rincón del noroeste repinicos ni floreos de gaita. Todos los sonidos y las cosas tienen su silencio propio; el silencio del reposo, el silencio del rencor, el silencio de los grillos...


Hay sonidos que están hechos de pura memoria.

Cuando desentrañé el sentido que los mayores daban a irse al otro barrio, sentí un único momento de frío, una vibración grave y sostenida como el sonido de la gaita. Un miedo cuyo rastro queda en la memoria, no en la memoria de la mente, sino en la memoria del cuerpo. Supongo que es así como nos damos cuenta que el halo protector de la inocencia pierde fuelle… cuando se intuye la conciencia real de la muerte, justo en ese instante fugaz en que un escalofrío fronterizo, nos separa de la infancia.


Habían pasado dos veranos desde que el gaitero apareció muerto en una cuneta.
Regresaba de una feria en Cacabelos.
Se había echado temprano a la calle con un madrugón de orujo en el cuerpo y siguió la ruta por plazoletas y calles junto a una comitiva de gigantes y cabezudos soplando hasta bien entrada la tarde. Sin probar bocado en todo el día y aclarando la garganta con tintorro en todas las bodegas y tabernas que le proporcionaban liquidez a cambio de interpretar muñeiras y pasacalles que amenizaran el trajín de los feriantes.
El último chato se lo despacharon en el mostrador de una tienducha oscura, a las afueras. Estaba ya tan ebrio que hasta las moscas que revoloteaban sobre una caja de sardinas en escabeche salieron zumbando, repelidas por la (des)afinación punzante y extrasistólica que salía de la gaita.

Se levantó un poco de aire. La recta de la general, se le antojaba al hombre como una culebra sinuosa y larga, muy larga. Abrazarse a la gaita le ayudaba a mantener el equilibrio.
A los lados de la carretera, arbitrariamente, distinguía cómo se metamorfoseaban las cepas en medusas de dos cabezas y se sintió observado por los espectrales ojos de la noche que parpadeaban entre pinedos y terraplenes.
A esas horas, apenas había tráfico. Ya estaba a un cuarto de legua de las tímidas luces de las Centurias cuando sintió la necesidad de aliviarse y en un apartijo de la carretera se detuvo a orinar. En esa tesitura se encontraba, cuando le sobrevino un golpe frío que ya le tanteaba las espaldas hacía unos días. Y allí mismo cayó muerto… fulminado.

Cuando su mujer se presentó en el cuartelillo de la Guardia Civil, le ardía la frente como si llevara escrita en ella, desde hacía mucho tiempo, una tormenta de odio y venganza. Allá la autoridad con el destino del cuerpo del difunto. No quería saber… Ella ya había sufrido bastante.
Pero sintió un alivio profundo, casi gozoso, cuando el número que estaba bajo el cartel de “Todo por la patria” terminó el informe y le entregó la gaita que recogieron junto al cadáver de su marido.
Lo primero que hizo al llegar a la chabola fue tirarla a un bidón y prenderle fuego.

Mientras se consumía la gaita, aquella mujer perseguía con la mirada perdida en el fuego la sombra del gaitero y susurraba para sus adentros que Víase venir… ¿cantas veces desexei, mentres me mallabas a paus, bébedo como unha cuba, que estoupases como un bullote? Acabaches como merecías… Unha pena que eu non o vi.
( Se veía venir…¿Cuántas veces deseé, mientras me mallabas a palos, borracho como una cuba, que reventaras como una castaña? Acabaste como merecías…Una pena que yo no lo vi…)



(Continuará…)