Por lo general, después de rezar un “Jesusito de mi vida…” y encomendarnos a la dulce compañía del Ángel de la Guarda (al que por cierto, aquel día, le habíamos dado bastante trabajo), caíamos rendidas hasta la mañana siguiente. Pero aquella noche me fue imposible conciliar el sueño. No sabía lo que me pasaba. Acurrucada en una esquina de la cama la oía quejarse bajito y cada vez que se agitaba como una tortuga panza arriba, inmovilizada bajo aquel caparazón de vendas, me sobresaltaba.
¿Estás bien, te duele mucho…?
Un poco, no te asustes… que no estoy “morida”… pero ¿sabes?... nunca más me “ajunto” con el triciclo…¡ Por su culpa, casi me mato!
Serían las dos de la madrugada y oímos cantar a un gallo. Bueno, exactamente no cantaba, me pareció que se carcajeaba…
¿Y a ti, te duele?... Anda, cuéntame otra vez lo de las gallinas y el gallo malo que te dejaron como un cirineo.
No, si no fue nada… unos picotazos y un tirón de pelos.
En el fondo me hubiera gustado decirle que pasé miedo de todos los colores y de todos los calibres. Miedo a que ella se fuera al otro barrio. Miedo de los ojos tristes de la niña y de aquel ser con la cabeza extraña… Y que sobre todos esos miedos gravitaba un profundo desencanto. Debería sentirme feliz aunque mi peripecia solidaria no hubiera sido digna de elevar a los altares de la admiración. Pero no era así, me sentía chafada y triste.
No sabía lo que me pasaba…
Sospechaba que algo más secreto e incomunicable me acechaba. Aquel día me di cuenta de que la cartografía de mis seguridades congénitas tenía un sur desconocido en el que reinaba el abandono, la invisibilidad… que olía mal y me daba miedo pero no podía dejar de mirarlo porque realmente existía.
No te asustes, nació así… pero no hace nada
No te asustes…¡ si las gallinas no hacen nada!
No te asustes… no estoy “morida”
Demasiados no te asustes en un solo día para no deducir que lo que me pasaba no era tan secreto ni tan incomunicable; ya que, de alguna manera, me leían el pensamiento.
Mi madre estaba acostumbrada a lidiar con ese tipo de “catástrofes” y procuraba tratarlas como molestias; pero de ninguna manera, a las molestias, las trataba como catástrofes.
Con buen criterio, no retiró el triciclo de la circulación. Hubiera sido sencillo hacerlo desaparecer para “prevenir” futuros siniestros, aprovechando que mi hermana le cogió ojeriza y culpaba, a su hasta entonces fiel cabalgadura, de su “desgracia”.
Al principio, cuando creía que no la veíamos, se encaraba con él regañándole muy ofendida y descargaba su frustración soltándole unas pataditas por lo bajini. Pero como el triciclo no le llevaba la contraria ni le devolvía las pataditas, empezó a suavizar su indignación y llegó a un acuerdo absolutorio
Vale, yo te perdono… pero a ver si tenemos más cuidado… los dos ¿eh?.
Lo que yo no esperaba es que mi madre me metiera al enemigo en casa.
Llegó dentro de una caja de zapatos llena de agujeros. Mis hermanas la destaparon emocionadas como si dentro hubiera un tesoro
¡Hala, que guapín es!...
Con cuidado, que no es un juguete…
Ven, acércate que no hace nada…
Y cómo lo podíamos llamar…
¿Qué será, chico pollo o chica polla...?
¡Halaaaa lo que has dicho!
Mamáaaa… ¿A que decir chica polla no es un “pecao”? (…) ¿Ves, listina, como no?
Yo estaba callada. Por mí, como si le llamaban Avecrem.
Aprovechando el revuelo empecé a recular con disimulo. No me encontraba bien. Sólo con oír al pollito piar como un condenado y agitarse, me quería salir del cuerpo, de la galaxia y más allá… pero sólo conseguía dar pasitos para atrás muy lentamente.
Mi hermana pequeña lo sacó de la caja con un desparpajo que ni que lo conociera de toda la vida. Lo besuqueó. Lo requetesobó. Se lo metió en el bolsillo porque tiritaba. Lo puso panza arriba, cabeza abajo…de medio lado; y lo manipuló como si estuviera buscándole un resorte o algo, hasta que lo posó en el suelo medio desmayado. Como no se movía mucho, quiso espabilarlo con un empujoncito para animarlo a andar… (o a volar)…y con el impulso despegó del suelo aterrizando a mis pies. Así que, técnicamente, mis pies fueron lo primero que vio salir huyendo.
Sí, lo reconozco. Salí huyendo como una auténtica gallina…Busqué la protección de mi madre. Y eso mismo debió pensar aquel polluelo huérfano…Debió pensar que yo era una gallina, auténtica. Empezó a seguirme a todas partes ¡Precisamente a mí, que no quería ni verlo en pintura!
Tardé un tiempo en aceptar que, aquel hijo de gallina desconocida, me había confundido con algún pariente suyo. El por qué de su elección, no tiene nada que ver con que, sutilmente, el pollito adivinara lo que le esperaba si mi hermana pequeña le echaba el guante. Pero así sucedió. En un exceso de celo maternal, una tarde, se lo llevó a la galería a solas. Creímos que estaba jugando a su bola mientras hacíamos los deberes de clase. Lo colocó entre las piernas para que no tuviera escapatoria, le ató una especie de babero alrededor del pescuezo y comenzó a cebarlo con la mejor intención. Con una mano le abría el pico y con la otra, le introducía migas remojadas en agua.
Anda… traga, que tienes que hacerte un mozo
Que tragues, anda…que te me vas a quedar hecho un canijo; y así, te van a zurrar los otros pollos.
Y anda traga, traga anda… se iba hinchando de una forma alarmante. Tan entretenida estaba en tan laboriosa operación que perdió la noción del tiempo que llevaba rellenando, concienzudamente, al pobre pollo con miga de pan… hasta que no le quedó resquicio de molleja sin retacar; y sin querer, murió del atracón.
Profundamente atribulada, mi hermana pequeña, organizó las exequias. Se sentía responsable de que el pobre pollito dejara así este “mundo cruel”, por una tontería de nada. Ella misma ofició de cura y de enterrador. Quiso un entierro de primera: cajita mullida con algodones, triciclo fúnebre engalanado con crespones de papel pinocho (que tuvo que ser verde chillón porque no quedaba otro pliego en casa menos llamativo), lápida de pizarra y corona de laurel. Y hasta resultó concurrido el sepelio .Se fue acoplando la chavalería del barrio en cuanto se corrió la voz. La observación de cualquier bicho, vivo o muerto siempre era motivo de curiosidad. Faltó el epitafio, pero no creo que al pollo le importara mucho. No tuvo tiempo de decir ni pío, el pobre, como para sospechar siquiera cómo le gustaría ser recordado.
Y sin querer, en esas semanas que vivió el pollito, le fui perdiendo el miedo. No hasta el punto de tocarlo, pero me acostumbre a que me siguiera. Incluso, me escondía a posta para que me buscase y salía del escondite cuando, desamparado, piaba pidiendo auxilio.
De alguna manera, un polluelo, está programado para encariñarse más fácilmente con lo que huye que con lo que se le acerca. Algunas personas también se comportan así… aunque yo no sabía qué es eso de la impronta animal ni, mucho menos, la importancia del apego entre los humanos.
Quizás les interese saber, que volví a la chabola varias veces. Fui con mi madre al principio y poco a poco me animé a ir sola. Por seguridad, pensé agenciarme un palo, por si acaso… porque si les digo la verdad, no terminaba de convencerme la iniciativa de mi hermana pequeña quien me recomendó que, cuando se produjera el avistamiento del enemigo, las ahuyentara dando palmadas bien fuertes (si, claro…encima, las ovaciono con entusiasmo y ¡se me viene todo el gallinero arriba!).Pero no, tampoco me veía yo capaz de, palo en ristre, ir bateando gallinas lo más lejos posible de las Centurias.
¿Saben?... Hay algo que quiero decirles. Cuando comencé a escribir este relato, pensé que calcularía mejor las intensidades. Les agradezco mucho la espera.
La escritura es, a veces, un arma de fabricación casera. Nunca sabemos cuándo aparecerá esa sensación perfecta de cataclismo ante nosotros o en nosotros mismos. Ese escalofrío único y fronterizo que aflora un segundo y retrocede hasta el próximo encuentro. La infancia es secuencia, trayecto…y ensayo de constantes vitales .Ese mismo miedo a no volver a ser la misma persona, hace que nos inventemos modos de salir de él: Repetir una palabra, ovillarnos en el mínimo espacio donde pueda hacer acto de presencia la vida, respirar hondo, escuchar los ruidos de afuera o recordar…
Recordar una luz suave, huidiza…impoluta que se pierde por sí misma. Precisamente cuando se la quiere capturar.