Aquella mañana de domingo, la luz era suave y huidiza… impoluta.
Me había puesto, para ir a misa de once, la ropa de los domingos. Un vestido de terciopelo azul marino. La rebeca blanca de angorina que había tejido mi madre, al igual que la muda y los calcetines calados de perlé. Luego me abotoné la flor de las merceditas que había estrenado el Domingo de Ramos y noté que ya empezaban a calzarme un poco justas. Solo me faltaba repeinar el flequillo con colonia Heno de Pravia para parecer un pimpollo.
Pimpollo: Apelativo que siempre usaba una tía mía cuando nos veía de domingo a mis hermanas y a mí. ¡Ay, mis pimpollos, a cuál más guapina! Y como ella no tuvo pimpollos propios, se ahuecaba como una gallina hablando de sus sobrinas con las compañeras de la fábrica o con las amistades con las que iba a la “misa vermú de la una”, toda peripuesta ella. Allí donde nos viera, nuestra tía, nos propinaba unos ósculos requetesonoros con carmín de color rosa chicle que se nos quedaban tatuados en el moflete.
Aquel día, mamá tenía previsto acercarse a la chabola de la gaitera para ofrecerle algunas prendas de abrigo que se nos habían quedado pequeñas y juguetes, que estaban nuevos, para sus nietos. También le compraba huevos de vez en cuando, aunque no los necesitara, como si de pronto tuviera gente en casa y se le hubiera ocurrido hacer un flan al baño maría con su delicioso caramelo en el fondo y le faltara una docena de huevos de confianza.
Antes, la gente ejercía la solidaridad como mejor la entendía. Y a lo mejor no la entendían del todo mal…
El caso es que aquél domingo no llevaba buen camino…
Fue todo muy rápido. Mamá salía en dirección a la casa de la gaitera. Hermana pequeña tomó la curva del pasillo dando pedales, a piñón fijo y desbocada. Como una loca, vamos. El trompazo fue morrocotudo. A mamá no le dio tiempo de llegar al portal.
Inspección ocular mía propia: El triciclo siniestrado no alcanzaba la categoría de amasijo de hierros aunque hubiera salido volando y se estampara de lleno contra la puerta de la galería. Perjudicado estaba, pero no se podía decir que, objetivamente, ofreciera un espectáculo dantesco a pesar de haberse averiado, a perpetuidad, el timbre del manillar. Lo que verdaderamente ponía los pelos de punta eran los gritos de dolor de mi hermana. A consecuencia del mamporro, se había fracturado la clavícula.
Cuando volvió del médico me entró flojera en las piernas al verla. Estaba tiesa como una espátula, con un vendaje en forma de ocho que parecía que abultaba el doble la pobrecilla y un chichón alucinante a la altura de la ceja.
El percance de mi hermana trastocó los quehaceres de una mañana de domingo. Ni misa de once ni paseo por el Plantío. La llantina y el susto la habían dejado medio amodorrada, pero no era bueno que ella se durmiera (por el coscorrón de la frente) y mi madre me envió a mí a casa de la gaitera mientras preparaba una paella, como todos los domingos, al tiempo que distraía a la accidentada contándole historias o la entretenía con un osito mecánico al que había que darle cuerda con una llave de hojalata.
Era la primera vez que me adentraba en aquel paraje aunque merodeábamos con frecuencia cerca del desvío para jugar en el pedregal de la higuera. Dejé a un lado un muro de piedra en el que las lagartijas tomaban el sol. Mentalmente iba repitiendo la fórmula que se empleaba, en mis tiempos, para los recados. (Buenos días/tardes… Que dice mi madre que… )
Avanzaba bajo aquella luz suave y huidiza… impoluta con un envoltorio de ropa y la bolsa de juguetes, repitiendo el encargo: Que dice mi madre que si no le importa, le junte una docena de huevos para el sábado que ya viene ella a recogerlos…
Impoluta y desprevenida también yo, con mis galas de domingo…tratando de no ortigarme las piernas y esquivando cardos borriqueros muy altos. Parecía que todo lo que crecía por allí pinchaba, así que caminaba como si pisara huevos hasta que encontré un sendero a medio desbrozar. El sendero más largo… pues rodeaba la chabola por la parte de atrás.
Empezó todo a llenarse de ruidos. El llanto de un niño. La carrera de un tropel de piececillos descalzos. El golpeteo metálico del asa de un caldero baldeando agua. El tajo de un hacha haciendo astillas. El canto de un gallo…
Me había puesto, para ir a misa de once, la ropa de los domingos. Un vestido de terciopelo azul marino. La rebeca blanca de angorina que había tejido mi madre, al igual que la muda y los calcetines calados de perlé. Luego me abotoné la flor de las merceditas que había estrenado el Domingo de Ramos y noté que ya empezaban a calzarme un poco justas. Solo me faltaba repeinar el flequillo con colonia Heno de Pravia para parecer un pimpollo.
Pimpollo: Apelativo que siempre usaba una tía mía cuando nos veía de domingo a mis hermanas y a mí. ¡Ay, mis pimpollos, a cuál más guapina! Y como ella no tuvo pimpollos propios, se ahuecaba como una gallina hablando de sus sobrinas con las compañeras de la fábrica o con las amistades con las que iba a la “misa vermú de la una”, toda peripuesta ella. Allí donde nos viera, nuestra tía, nos propinaba unos ósculos requetesonoros con carmín de color rosa chicle que se nos quedaban tatuados en el moflete.
Aquel día, mamá tenía previsto acercarse a la chabola de la gaitera para ofrecerle algunas prendas de abrigo que se nos habían quedado pequeñas y juguetes, que estaban nuevos, para sus nietos. También le compraba huevos de vez en cuando, aunque no los necesitara, como si de pronto tuviera gente en casa y se le hubiera ocurrido hacer un flan al baño maría con su delicioso caramelo en el fondo y le faltara una docena de huevos de confianza.
Antes, la gente ejercía la solidaridad como mejor la entendía. Y a lo mejor no la entendían del todo mal…
El caso es que aquél domingo no llevaba buen camino…
Fue todo muy rápido. Mamá salía en dirección a la casa de la gaitera. Hermana pequeña tomó la curva del pasillo dando pedales, a piñón fijo y desbocada. Como una loca, vamos. El trompazo fue morrocotudo. A mamá no le dio tiempo de llegar al portal.
Inspección ocular mía propia: El triciclo siniestrado no alcanzaba la categoría de amasijo de hierros aunque hubiera salido volando y se estampara de lleno contra la puerta de la galería. Perjudicado estaba, pero no se podía decir que, objetivamente, ofreciera un espectáculo dantesco a pesar de haberse averiado, a perpetuidad, el timbre del manillar. Lo que verdaderamente ponía los pelos de punta eran los gritos de dolor de mi hermana. A consecuencia del mamporro, se había fracturado la clavícula.
Cuando volvió del médico me entró flojera en las piernas al verla. Estaba tiesa como una espátula, con un vendaje en forma de ocho que parecía que abultaba el doble la pobrecilla y un chichón alucinante a la altura de la ceja.
El percance de mi hermana trastocó los quehaceres de una mañana de domingo. Ni misa de once ni paseo por el Plantío. La llantina y el susto la habían dejado medio amodorrada, pero no era bueno que ella se durmiera (por el coscorrón de la frente) y mi madre me envió a mí a casa de la gaitera mientras preparaba una paella, como todos los domingos, al tiempo que distraía a la accidentada contándole historias o la entretenía con un osito mecánico al que había que darle cuerda con una llave de hojalata.
Era la primera vez que me adentraba en aquel paraje aunque merodeábamos con frecuencia cerca del desvío para jugar en el pedregal de la higuera. Dejé a un lado un muro de piedra en el que las lagartijas tomaban el sol. Mentalmente iba repitiendo la fórmula que se empleaba, en mis tiempos, para los recados. (Buenos días/tardes… Que dice mi madre que… )
Avanzaba bajo aquella luz suave y huidiza… impoluta con un envoltorio de ropa y la bolsa de juguetes, repitiendo el encargo: Que dice mi madre que si no le importa, le junte una docena de huevos para el sábado que ya viene ella a recogerlos…
Impoluta y desprevenida también yo, con mis galas de domingo…tratando de no ortigarme las piernas y esquivando cardos borriqueros muy altos. Parecía que todo lo que crecía por allí pinchaba, así que caminaba como si pisara huevos hasta que encontré un sendero a medio desbrozar. El sendero más largo… pues rodeaba la chabola por la parte de atrás.
Empezó todo a llenarse de ruidos. El llanto de un niño. La carrera de un tropel de piececillos descalzos. El golpeteo metálico del asa de un caldero baldeando agua. El tajo de un hacha haciendo astillas. El canto de un gallo…
Y de olores. Olor a tierra mojada y excrementos de gallina, a guisote recalentado y queroseno…
Desemboqué en un vertedero detrás de las zarzas. No es que la fachada principal tuviera mejor aspecto, pero me hubiera ahorrado el desnivel del suelo y las ortigas , el asedio de los cardos y aquella pestilencia que daba vértigo.
Por un ventanuco apareció el rostro de la niña con los ojos más tristes que he visto en mi vida.
-Hola ¿Es esta la casa de la Sra….( y en ese preciso momento, me trabuqué porque no recordaba su nombre), esto… de la Sra… ¡¡gaitera!!?
- La Luciana es mi abuela, pero no está.
Desemboqué en un vertedero detrás de las zarzas. No es que la fachada principal tuviera mejor aspecto, pero me hubiera ahorrado el desnivel del suelo y las ortigas , el asedio de los cardos y aquella pestilencia que daba vértigo.
Por un ventanuco apareció el rostro de la niña con los ojos más tristes que he visto en mi vida.
-Hola ¿Es esta la casa de la Sra….( y en ese preciso momento, me trabuqué porque no recordaba su nombre), esto… de la Sra… ¡¡gaitera!!?
- La Luciana es mi abuela, pero no está.
Me sentía incómoda con la ropa de los domingos, sudorosa y con ganas de volver a casa. Todo era muy feo y muy sucio en aquel lugar. Bueno, la niña de los ojos tristes no era fea. Esperé a que abriera la puerta. Apareció en el umbral sujetando a una criatura de meses con el brazo y apoyándola en la cadera. Cogido de la otra mano un nene, desnudo de cintura para abajo, arrastraba un orinal de porcelana.
Avanzó unos pasos hacia mí y la siguieron una recua de críos. Miraban con curiosidad la bolsa de juguetes. Comenzaron a rodearme. La niña de los ojos tristes consiguió que se quedaran detrás de ella, como las gallinas hacen con los polluelos. Entonces se oyó un gruñido en el interior de la chabola. En la penumbra, distinguí un jergón al lado del ventanuco y un bulto que rebullía bajo una manta vieja. Algo se incorporó y apareció una cabeza enorme y extraña. La masa informe, se sentó con dificultad en el camastro, le dijo algo a la niña que no pude entender y lentamente se volvió a acostar. No podía dejar de mirar aquella silueta deforme aunque me daba miedo.
-Es mi tío. No te asustes. Nació así… pero no hace nada. Ya no sale de la cama- aclaró la niña.
Por si acaso, no me moví de donde estaba, le entregué los paquetes y en menos de lo que un gallo se arrancó con un potente kikirikí, la niña de los ojos tristes me dio las gracias y me indicó el atajo para salir al campo de fútbol.
Yo tenía la idea de que las gallinas eran unos animales un poco tontorrones y que se movían a golpe de espasmos.
Mi trato con ellas era distante. Quiero decir que mi trato se limitaba a observarlas de lejos… cuando mi abuela recogía los huevos de los ponederos o les echaba pitanza. Pero nunca me atreví a entrar dentro del gallinero. Como por aquel entonces no me consta que se hubiera inventado el hip-hop, diré que antes del incidente que me aconteció, me parecían bailarinas epiléptica e inofensivas que se desplazaban de forma caótica, sin rumbo… ¡Ay Dios, pero qué equivocada que estaba!…
Me bastó con experimentar en mis carnes la reacción de las gallinas que criaba la gaitera, al percatarse de mi presencia en su territorio, para cambiar de opinión.
No sé si fue porque su vista es especialmente sensible a los colores y al movimiento o porque el chorreón de colonia en mi flequillo aún desprendía una fragancia irresistible a fresco heno (de Pravia)… pero aquellas “pitas” buscavidas y fibrosas que se pasaban el día a campo abierto; más que un caótico cuerpo de baile, resultaron ser un escuadrón de combate. Cierto que el gallo dominante tenía poses de divo arrogante, embutido en aquella esclavina abolsada de plumas brillantes que le cubría los hombros; pero a la hora de mantener a raya su plumífero harén y corregir los desmanes competidores de un gallito negro más joven con pinta de cantamañanas macarrilla, se imponía con la marcialidad de un experimentado comandante en jefe.
Supongo que cometí el error de entretenerme mirando aquel espectáculo acrobático que protagonizaron los gallos, en plena trifulca, en lugar de seguir camino hacia mi casa. Cuando cesó el guirigay de la contienda, el cacareo volvió a ser tranquilo. El gallo vencedor se esponjaba las plumas en lo alto de un pedrusco. Campaban de nuevo las gallinas a sus anchas, de acá para allá, picoteando la tierra o tomando baños de sol.
Creo que fue mera casualidad ( o fatalidad a secas) que me fijara en un grupo de seis o siete gallinas que, en comandita, estaban dando cuenta de un hoja de repollo y un montoncillo de mondas de patata. Había una, creo que “pedresa”, que picoteaba más deprisa que las otras y parecía más vivaracha. De pronto levantó la cabeza, estiró el pescuezo todo lo que daba de sí y me miró. Las seis restantes del grupo, abandonaron el picoteo al unísono y en un alarde de sincronización periscópica, aquellos siete pescuezos se giraron hacia mí. Se estableció contacto visual… y eso, a veces, no es nada recomendable… sobre todo; si una se encuentra de frente con una escuadrilla de gallinas camperas, que son las más “cucas”- según me dijo después mi abuela- porque ponen los huevos en un sitio y cacarean en otro, para despistar. Debí pararme muy cerca de alguno de sus escondites. Es la única explicación que se me ocurre para que, en un visto y no visto, la emprendieran a picotazos conmigo.
¡ Para que luego digan que las gallinas no vuelan! … Pues puedo atestiguar y atestiguo que, aquel día, caían gallinas del cielo, en picado… y con toda su artillería. Creo que corrí algunos metros con una oronda ponedora que aterrizó en mi cabeza. Yo chillaba, daba manotazos en pleno ataque de histeria… ella no soltaba mi mata de pelo entre sus garras y batía la alas como una posesa. Volaban plumas por todas partes. El gallo macarra se encargó personalmente de arrancarme la flor de las “merceditas” como botín de guerra. No sé como logré zafarme, sólo recuerdo que llegué a casa hecha un cirineo…
(Continuará...)
Avanzó unos pasos hacia mí y la siguieron una recua de críos. Miraban con curiosidad la bolsa de juguetes. Comenzaron a rodearme. La niña de los ojos tristes consiguió que se quedaran detrás de ella, como las gallinas hacen con los polluelos. Entonces se oyó un gruñido en el interior de la chabola. En la penumbra, distinguí un jergón al lado del ventanuco y un bulto que rebullía bajo una manta vieja. Algo se incorporó y apareció una cabeza enorme y extraña. La masa informe, se sentó con dificultad en el camastro, le dijo algo a la niña que no pude entender y lentamente se volvió a acostar. No podía dejar de mirar aquella silueta deforme aunque me daba miedo.
-Es mi tío. No te asustes. Nació así… pero no hace nada. Ya no sale de la cama- aclaró la niña.
Por si acaso, no me moví de donde estaba, le entregué los paquetes y en menos de lo que un gallo se arrancó con un potente kikirikí, la niña de los ojos tristes me dio las gracias y me indicó el atajo para salir al campo de fútbol.
Yo tenía la idea de que las gallinas eran unos animales un poco tontorrones y que se movían a golpe de espasmos.
Mi trato con ellas era distante. Quiero decir que mi trato se limitaba a observarlas de lejos… cuando mi abuela recogía los huevos de los ponederos o les echaba pitanza. Pero nunca me atreví a entrar dentro del gallinero. Como por aquel entonces no me consta que se hubiera inventado el hip-hop, diré que antes del incidente que me aconteció, me parecían bailarinas epiléptica e inofensivas que se desplazaban de forma caótica, sin rumbo… ¡Ay Dios, pero qué equivocada que estaba!…
Me bastó con experimentar en mis carnes la reacción de las gallinas que criaba la gaitera, al percatarse de mi presencia en su territorio, para cambiar de opinión.
No sé si fue porque su vista es especialmente sensible a los colores y al movimiento o porque el chorreón de colonia en mi flequillo aún desprendía una fragancia irresistible a fresco heno (de Pravia)… pero aquellas “pitas” buscavidas y fibrosas que se pasaban el día a campo abierto; más que un caótico cuerpo de baile, resultaron ser un escuadrón de combate. Cierto que el gallo dominante tenía poses de divo arrogante, embutido en aquella esclavina abolsada de plumas brillantes que le cubría los hombros; pero a la hora de mantener a raya su plumífero harén y corregir los desmanes competidores de un gallito negro más joven con pinta de cantamañanas macarrilla, se imponía con la marcialidad de un experimentado comandante en jefe.
Supongo que cometí el error de entretenerme mirando aquel espectáculo acrobático que protagonizaron los gallos, en plena trifulca, en lugar de seguir camino hacia mi casa. Cuando cesó el guirigay de la contienda, el cacareo volvió a ser tranquilo. El gallo vencedor se esponjaba las plumas en lo alto de un pedrusco. Campaban de nuevo las gallinas a sus anchas, de acá para allá, picoteando la tierra o tomando baños de sol.
Creo que fue mera casualidad ( o fatalidad a secas) que me fijara en un grupo de seis o siete gallinas que, en comandita, estaban dando cuenta de un hoja de repollo y un montoncillo de mondas de patata. Había una, creo que “pedresa”, que picoteaba más deprisa que las otras y parecía más vivaracha. De pronto levantó la cabeza, estiró el pescuezo todo lo que daba de sí y me miró. Las seis restantes del grupo, abandonaron el picoteo al unísono y en un alarde de sincronización periscópica, aquellos siete pescuezos se giraron hacia mí. Se estableció contacto visual… y eso, a veces, no es nada recomendable… sobre todo; si una se encuentra de frente con una escuadrilla de gallinas camperas, que son las más “cucas”- según me dijo después mi abuela- porque ponen los huevos en un sitio y cacarean en otro, para despistar. Debí pararme muy cerca de alguno de sus escondites. Es la única explicación que se me ocurre para que, en un visto y no visto, la emprendieran a picotazos conmigo.
¡ Para que luego digan que las gallinas no vuelan! … Pues puedo atestiguar y atestiguo que, aquel día, caían gallinas del cielo, en picado… y con toda su artillería. Creo que corrí algunos metros con una oronda ponedora que aterrizó en mi cabeza. Yo chillaba, daba manotazos en pleno ataque de histeria… ella no soltaba mi mata de pelo entre sus garras y batía la alas como una posesa. Volaban plumas por todas partes. El gallo macarra se encargó personalmente de arrancarme la flor de las “merceditas” como botín de guerra. No sé como logré zafarme, sólo recuerdo que llegué a casa hecha un cirineo…
(Continuará...)