Puerto Rico, 1954
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Cuando pienso en Ramón, no se por qué siempre me lo imagino con el mismo gesto de esta foto: el semblante serio, la frente despejada, la boca fruncida, las mandíbulas un poco apretadas, y esa mirada como desnuda, hendida en mitad de unas renegridas ojeras que se dirige gravemente hacia adelante, sin solazarse demasiado pero dispuesta a todo. La edad nos acorta la vista, pero nos alarga la mirada y esa hondura con la que mira, aún mantiene la voluntad obstinada de quien no quiere mentirse.
Hablamos con muy poca gente, no crea. La verdad, por aquí no viene casi nadie. No porque no tengamos quien nos aprecie sino porque así son las cosas, todos hacemos nuestra vida y... a veces lo preferimos.
Usted sabe que Ramón es poco amigo de charlas. Algunos piensan que es orgulloso. Pero no, no es eso en absoluto. Es un genio.
Yo sé que sufre, lo que pasa es que él consideraría una cobardía refugiarse en la amistad, en la vida social, tal vez hasta en las confidencias. Creo que sólo yo entiendo eso, en parte al menos. Sí, eso creo, aunque podría equivocarme, claro. O a lo mejor siempre es una tontería creer que se conoce a alguien. Pero me imagino que así debe de ser siempre el amor, ¿no cree usted? Figurarse que es uno el único ser en el mundo que entiende a otro, que lo ve tal cual es… Y a lo mejor son los otros los que ven justo lo que... Pero no, no creo que sea así.
Vaya, ahora me pongo a hablar de amor, qué tontería. Me da cierto pudor. Nosotros nunca hablamos de eso; las palabras son tan... resbaladizas. Estoy casi segura de que él no se ha preguntado nunca si me quiere. Yo tampoco lo hago. Esas preguntas me parecen formuladas para que las responda un impostor y no demuestran nada.
Si alguien me dijera que Ramón y yo no nos queremos, creo que no me molestaría, podría reconocer que tal vez es verdad. Pero lo que me importa no es que esto sea o no querer, que tenga ese nombre o cualquier otro, ni que se parezca o no a lo que les pasa a otros. Lo que me importa es que sea lo que es, y saber que es real con toda certeza. No sé si esto es amor u otra cosa, pero sé que es lo más fuerte, lo más... importante que hay para mí en el mundo, y con eso me basta. Creo que también él lo sabe.
Lo que somos el uno para el otro no lo sabría explicar. En realidad sufrimos a ratos de una gran soledad, incluso estando juntos. Y lo vamos asumiendo sin miedo ni vergüenza. No sé si les pasará lo mismo a otras personas; sé que hay quien trata de ocultarlo, que porque dos personas hagan el amor suponemos que no deberían sentirse solas. No tuvimos hijos. Pero nosotros no queremos mentirnos por eso sólo.
A veces nos miramos a los ojos largo rato, con unas ganas enormes de que pudiera expresarse nuestra soledad, de que pudiéramos entender con toda claridad lo que las miradas del otro intentan vanamente decirnos.
Tal vez el amor no es más que eso: estar junto a esa persona, esperando en vano que la niebla se desvanezca, que nos deje respirarlo como él mismo se respira. Muchas veces he sentido eso junto a Ramón. Cuántas noches, acostados, a oscuras con los ojos abiertos nos quedamos callados, invadidos de un sentimiento que no tiene nombre.
A veces le oigo suspirar, y sé que el sufrimiento que hay en él no podrá expresarse nunca, porque es como una especie de silencio, como una cosa ahogada. Y comprendo que él lucha por nombrarlo, por darle una forma que pueda revelarme.
Siento entonces una piedad tan grande, que me parece que toda mi vida se detiene y cesa por completo, como en una especie de asombro infinito que al mismo tiempo no es más que vacío y no es más que esperar.
Es como una piedad inmensa y callada de él, de mí, de todo... No porque él suspire, ni siquiera porque sufra, sino porque es él, porque es un hombre, porque está vivo y tendrá que morir y porque no sabrá nunca… Y siento ganas de llorar por eso: por la vida entera, incluso por su belleza, por nosotros dos que nos abrazamos como niños amenazados, en medio de la vida, apretándonos fuerte y sin poder decirnos palabras.
Él lo sabe, sabe con qué intensidad casi insoportable yo amo su secreto, eso inasible que para mí será siempre el fondo de su alma, eso que en el fondo, fondo, en realidad no tiene nombre.
Verdaderamente es absurdo que le escriba a usted estas cosas, Marian. Que él sufre, que yo sufro, que es atroz tener que morir y espantosa la renuncia, no poder salir nunca del todo de esta soledad... todo el mundo sabe eso. ¿Qué me va a contar a mí?, dirá usted. Es cierto, y por eso no vale la pena quejarse. Pero cuando un ser que está entre nuestros brazos nos mira implorante y mudo, como un animalillo indefenso queriendo salvarse, queriendo... no podemos evitar que lo que le pasa a ese ser, su miedo y su silencio, nos parezca una injusticia terrible y única.
Lo más profundo de nuestro amor, si es que esto es amor, no está en las esperanzas ni en las ilusiones, como algunas personas dicen de ellas mismas, sino en esa piedad más grande que la vida que nos tenemos; así me imagino que pueden quererse un hombre y una mujer condenados a muerte. Por eso usted comprenderá que si me preguntaran, yo no sabría decir si somos o no felices. ¿Le parece a usted que esa pregunta podría tener algún sentido?
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Afectuosamente,
Zenobia